La estética

Los políticos machos visten en España como si fueran empleados de Tabacalera y las políticas como las peluqueras el día que se arreglan para salir de marcha.

El panorama es de una grosería despiadada. La ordinariez es la principal característica, muy por encima de los rasgos ideológicos, del todo insignificantes en un país en el que la derecha no existe y todo es un vergonzoso merengue socialdemócrata.

Sólo se salva María Dolores de Cospedal, con su discreción castellana, con su clase del interior, sin darse nunca ninguna importancia, apartándose levemente el flequillo soplándoselo sin que nadie lo advierta. Ni una sola estridencia, la gestualidad contenida, la coleta perfecta.

Las formas configuran el contenido y no al revés. La ética emana de la estética. Se empieza asesinando y se acaba llegando tarde a una cita. Con un poco más de clase recuperaríamos la moral, la decencia en la vida pública española. Con un poco más de elegancia el resto vendría solo. La belleza inspira. La categoría multiplica la esperanza.

La izquierda introdujo la vulgaridad en las Cortes, porque de hecho no hay nada más vulgar que la democracia, ni que haya provocado hecatombes estéticas tan dramáticas. Nada es tan relativista como un sistema de mayorías en el que la cantidad desdibuja lo categórico. El socialismo destruye la fe del hombre en sí mismo y por ello anula la prosperidad y el vigor allí donde gobierna. La derecha pronto sucumbió a los recién llegados y hoy todos son unos horteras. Y unos socialdemócratas. Sólo si recuperamos los modales tendremos una derecha en condiciones que confíe en el individuo y se tome en serio la libertad.

Sin democracia puede haber libertad y las tenazas de la corrección política dan la muestra de hasta qué punto lo feo nos vuelve mezquinos y hace brotar al tirano que todos llevamos dentro. Algunos de los linchamientos que últimamente hemos conocido constituyen toda una superación de la persecución política del franquismo.

La crisis española es una crisis moral y por lo tanto estética. Cuando las personas, en lugar de sentirse retadas por su condición de individuos, de ciudadanos, con su autoexigencia, su rigor y su destino, se sienten amparadas en la muchedumbre perezosa y autojustificativa, totalitaria, violenta y tan poco imaginativa, todo decae y sólo queda el desconsuelo. Los ingleses tienen a la Reina, los americanos su idea que alumbra al mundo; los franceses, París; los italianos, la calidad a la que jamás renuncian. Los españoles no tenemos ningún referente incontestable; y si en algún momento pudimos estar orgullosos de la Transición, hoy nos arrasa el bochorno de una clase política hortera y por lo tanto mediocre y por lo tanto corrupta. La corrupción es, fundamentalmente, una horterada.

Todo empezó con un traje gris perla y con la ropa interior no conjuntada. Alguien estiró el dedo meñique al inclinar la copa para beber y los muros se vinieron abajo.

El individuo tiene que librarse de la masa y hay que restablecer el orden de la jerarquía para abolir el tenebroso dominio de lo igualitario y lo cuantitativo. Necesitamos un líder que haya estado en L’Ambroisie y que en Lobb tengan su horma perfectamente actualizada.